Reductio ad pueros

27 ottobre, 2017 | Nessun commento

Traducción y adaptación de Michele Lamarucciola (para leer la versión original pulsa aquí).

Diciembre de 2016. En Port Said (Egipto) una patrulla de policía detecta a una niña cubierta de trapos ensangrentados corriendo entre los escombros de un edificio abusivo en fase de demolición. Una vez llegados, los oficiales encuentran a otras dos personas: un director de cine, dos cámaras, un chico y la familia de la pequeña, cuya sangre resulta ser barniz rojo. El grupo acaba en la comisaría. Allí el director confiesa a los policías la intención de realizar y distribuir un falso y reportaje sobre la crisis humanitaria en Alepo, la ciudad siria sitiada por mucho tiempo por el ejército gubernativo de Bashar al-Assad.

En el mismo mes los opositores al régimen sirio difunden en las redes sociales la fotografía viral de otra niña corriendo entre cadáveres. A pesar de la imperfecta didascalia que la acompaña ("It's not in Hollywood, This real in Syria"), la imagen en realidad es parte de un videoclip de la cantante libanesa Hiba Tawaji. Dos años antes, el 10 de noviembre de 2014, el tema había sido tratado también por un equipo cinematográfico noruego con un cortometraje llamado "heroico chico sirio salva a su hermana de un tiroteo". Antes de admitir que la película era un falso grabado en Malta con actores profesionales y fondos inexplicablemente públicos, los autores habían realizado más de cinco millones de visualizaciones y desencadenado la indignación de audiencia y expertos por el "uso de francotiradores contra niños pequeños" por parte del ejército sirio.

La guerra contra Siria es un laboratorio de prostitución de menores apta a la propaganda de los agresores. Se considere la niña de 8 años Bana Alabed, la "Ana Frank de Siria" que desde su cuenta en Twitter conmociona cada día a sus más de 370mil seguidores, denunciando en tiempo real los dolores que le producen las armas de Assad y lanzando llamamientos a la paz (es decir a una intervención militar de los ejércitos occidentales), a la felicidad de los pequeños sirios y si hace falta, al amor universal. Todo a pesar de que se haya comprobado que la pequeña no conoce ni una palabra de inglés, que sus tweets no proceden de Alepo sino de Inglaterra y que su papá es un militante del grupo terrorista antigubernamental Kataib Safwa al Islamiya.

En al menos dos casos estas dos especulaciones han llegado a las portadas de nuestros periódicos cuándo una mano influyente hizo llegar a las redacciones las imágenes de los pequeños Alan Kurdi y Omran Daqneesh. El primero, fotografiado tumbado boca abajo en la playa de Bodrum, de la que había salido con su familia con la esperanza de alcanzar clandestinamente la isla griega de Kos, se volvió el símbolo de la falta de humanidad de los gobiernos occidentales, que niegan acogida y pasillos humanitarios seguros a quien huye de la guerra. Se omitía de esta manera el hecho de que los protagonistas de esa tragedia no estaban huyendo de la guerra, encontrándose ya desde hace años a salvo en Turquía, y que su padre quería llegar a Europa y de allí a Canadá por motivos económicos.

Respecto al pequeño Omran, su cuerpo herido y envuelto en el polvo fue sacado de los escombros de un bombardeo y fotografiado por los miembros de la organización no gubernamental Cascos Blancos. Los periódicos publicaron la imagen escribiendo, sin ninguna prueba, que la casa en la que se encontraba el niño había sido arrasada por un ataque aéreo "ruso o sirio". En un clima de dudas razonables sobre la independencia y el papel de los Cascos Blancos sirios, se descubrió posteriormente que el autor de la foto, Mahmoud Raslan, frecuentaba y sostenía las franjas terroristas de la facción golpista. Es famoso uno de sus selfies con los miembros de la organización "moderada" Harakat Nour al-Din al-Zenki, destinataria de ayudas y armas americanas y responsable, entre otras cosas, de la decapitación de un niño palestino. En una serie reciente de entrevistas televisivas el padre ha denunciado la acción de los rebeldes y el uso propagandístico y no autorizado de la imagen de su hijo. Durante y después del ingreso en hospital del niño, habría recibido ofertas y presiones para que la responsabilidad del accidente recayese sobre el ejército regular.

La infancia que sufre - verdadera, falsa o presunta - es un arma de guerra no convencional muy a menudo utilizada para sedar o exaltar las conciencias de la opinión pública. En plena Guerra del Golfo en 1990, la quinceañera hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos se presentó a la audiencia de la Comisión gubernamental americana para los Derechos Humanos haciéndose pasar por una enfermera pediátrica huida del Kuwait ocupado. Allí contó llorando que había visto a los soldados iraquíes sacanr neonatos prematuros de las incubadoras de un hospital y tirarlos al suelo, dejándolos morir. Todo falso, pero el horror provocado por la mentira sirvió para que Occidente se tragara y digiriera la nueva aventura del Imperio.

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La propaganda de guerra está llena de estas mentiras desenmascaradas. Y aún así se insiste en ellas. Porque? Porque funciona. Porque estas imágenes satisfacen una sed pornográfica de tragedias infantiles, un voyeurismo sado-sentimental de niños mutilados, heridos y difuntos que no conoce declino y del cual está bien indagar el mecanismo y los objetivos. Para defenderse de ellos.

La socialización de lo espeluznante no es técnicamente diferente de la orgía. Como en la orgía, los protagonistas se conceden desnudos a la masa, le entregan su propio indescriptible e inconfesable sí mismo para juntarse con el montón: aquí con sus propios miedos más profundos, el instinto maternal y el de la empatía, el horror también físico del dolor inocente. Aristóteles hubiera visto en ello un ejemplo de catársis trágica dónde la representación pública de los males más extremos serviría para liberar la mente de su obsesión. Sin embargo en el caso actual la mimesis periodística pretende reflejar la actualidad de personas y eventos reales, en lugar de eventos míticos, produciendo un suplemento de efectos.

El primero es que compartiendo la pena de la infancia violada de manera icónica y ritual, como el uso de imágenes símbolo señala, se ofrece a los participantes la ocasión de reafirmar su propia primacía moral, re-descubriéndose buenos, capaces de compasión, humanos, etc. Una re-afirmación tanto más urgente cuánto negada por los hechos. Las complicidades de los gobiernos y de buena parte del público Occidental en las masacres de adultos y niños en Oriente Medio y otros lugares, así como en el sufrimiento de adultos y niños por las políticas austeras que siembran miseria en el mundo desarrollado, o en las tragedias de una inmigración promovida sin criterio, son tan macroscópicas que rozan las conciencias más conformistas y despistadas. Así que el arrepentimiento inducido sirve para espiar sumariamente el pecado. Es lo opuesto a los dos minutos de odio de Orwell: son los dos minutos de amor con los que nos auto-absolvemos de las connivencias de cada día.

El segundo efecto es el corolario del primero, pero ofrece el flanco a una insidia todavía peor. Para que nos sintamos buenos (y no, más oportunamente, racionales o sensatos) tenemos que medirnos con el antagonismo dialéctico de los malos. Y para que nos sintamos humanos tenemos que postular a los inhumanos en su máxima expresión, es decir la de quién hace morir a los más inocentes entre los inocentes, los niños. En esta dicotomía de carácter literario es hasta demasiado fácil que se cuele quién quiere justificar la inhumanidad verdadera hacia sus propios personalísimos enemigos. Si Assad es culpable de haber hecho sufrir al pequeño Omran, o los xenófobos de haber hecho morir al pequeño Alan, o los "no vax" anti-vacunas por haber dejado perecer a un pequeño enfermo, ningún acto es demasiado feroz para castigar su ferocidad. No hay diálogo ni compromiso posible con quién viola la infancia, solo queda la guerra. Por lo tanto, para castigar al dictador que hiere a un niño se aclama la intervención de quién ha apagado a mil de ellos con un golpe de estado sin fin.

Luego existen, obviamente, las reglas del marketing. Las emociones fuertes ayudan a vender. Si el cuerpo desnudo de una mujer promociona automóviles, desodorantes y taladros, el cuerpo exánime de un niño conquista la curiosidad del lector. La técnica es eficaz mientras se cuide su dosaje para no crear adicción en el paciente, como por ejemplo es el caso de ciertas organizaciones humanitarias que proponen estas imágenes en todas partes, reproduciendo las como un logotipo, un estandarte.

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El aspecto de la cuestión que nos tiene que preocupar sin embargo es otro. Es que, como sugieren los ejemplos en la primera parte y los que siguen, el refuerzo retórico de la infancia mal vivida se une demasiado a menudo a la mendacidad y/o distorsión de los mensajes a los que se acompaña. Tanto que casi se puede traer de ella una moraleja: ubi puer, ibi mendacium.

Si la violencia es el argumento de quien no tiene argumentos, la de tirarnos a la cara el sufrimiento de los menores es una violencia al cubo, una shock doctrine dialéctica. Porque no se limita a inhibir el ejercicio de la razón menospreciando la humanidad de quién escucha, sino que ese ejercicio lo culpabiliza y lo descalifica, hace de ello un gesto indelicado por el cual pedir perdón. Quiénes pretendieran superar la urgencia de la compasión que se debe a una pequeña víctima para discutir la didascalia, imaginar su contexto, interrogarse sobre las causas y las eventuales falsificaciones que la han provocado, sería un despiadado sin corazón. La agresión emotiva deja por lo tanto un cráter dónde no se puede ni se debe pensar, un pasillo blindado en el cual las mistificaciones del agresor transitan sin la amenaza de las precauciones analíticas del agredido, dejándolo indefenso. Es, en ciertos aspectos, la traslación dialéctica de un crimen de guerra ya sancionado por el derecho humanitario, el uso de escudos humanos, es decir de "personas protegidas", "para poner a salvo, mediante su presencia, determinados puntos o determinadas regiones de las operaciones militares" (IV Conv. de Ginebra, art. 28), siendo aquí las "operaciones militares" las contra-argumentaciones y las dudas provocadas por una narración ("determinados puntos o determinadas regiones") que se tiene que proteger de los críticos.

Una estrategia tan ganadora y de fácil aplicación - necesitando como único requisito el atrevimiento en el pervertir el respeto de los pequeños para sus finalidades del momento - no puede no encontrar numerosas aplicaciones, más allá de la propaganda bélica. Observemos algún ejemplo.

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Un político muy conocido recientemente ha relanzado un clásico, que la deuda pública se tenga que reducir no porque "nos lo pide Europa", sino porque "nos lo piden nuestros hijos". El afortunado binomio deuda-hijos centraba al menos dos objetivos, traumatizar a los destinatarios presentándoles la imagen de sus seres queridos oprimidos por la miseria y la usura, y al mismo tiempo insinuar la degeneración de quién, no preocupándose de la deuda soberana, descuida a su prole.

Pero, ubi puer, ibi mendacium. La primera falsificación, la más grotesca, se encuentra, obviamente, en el hecho que ningún hijo ha pedido nunca a sus padres reducir la deuda pública. Los hijos nos piden cosas más útiles e inteligentes, un abrazo, el tiempo para jugar con ellos, un juguete, un caramelo, unas vacaciones, el scooter. Nos piden las cosas que desean y que necesitan, no las invenciones inmateriales con las que nos escondemos la frustración de los deseos y las necesidades - y casi siempre también los derechos - de quien tiene poco o nada. Por lo tanto, en lugar de aprender de los pequeños la lección de una economía hecha de bienes y de bienestar accesible a todos, les metemos en la boca la jerga de una finanza que ha dominado a esa economía, para destruirla.

Como en los ejemplos ya mencionados, la falsa representación presidia la falsificación y el ocultamiento de los hechos. Aquí, para citar sólo algunos de ellos, que la deuda pública italiana es una de las mas sostenibles de Europa, que la sostenibilidad de una deuda está determinada, evidentemente, no de su volumen sino del buen estado de la economía real. Que a esa deuda le corresponden por el otro lado créditos privados heredables; que los préstamos deteriorados por los que se está hundiendo el sistema bancario son los que han sido concedidos a privados, no a los Estados; que dejaremos a los hijos las infraestructuras y los servicios realizados con la contracción de esa deuda. Etcétera. Pero sobre todo, que el Estado no debería mendigar por el dinero pidiéndoselo a quien tiene mucho, sino gestionar su emisión y circulación especialmente en el interés de quien tiene poco.

Los temas de la inmigración son otra mina de reductiones ad pueros. En 2016 ha sido estimado que, entre los extranjeros entrados de manera clandestina, los menores de 15 años representaban cerca del 1,4% del total, mientras que los menores de 8 años eran solamente el 0,04%. A pesar de eso la iconografía y la retórica de los desembarques se encuentra totalmente desequilibrada hacia la infancia. Quiénes por ejemplo levantasen dudas acerca de las operaciones de las ONGs que navegan entre Sicilia y África, acabaría aplastado por las descripciones de niños semi-desnudos víctimas de hipotermia, si no ahogados. Confundido por el trauma asimismo olvidaría añadir que sus dudas nacían de la esperanza de evitar esas tragedias.

Mientras se encendía el debate sobre el ius soli, el derecho a adquirir la ciudadanía italiana para quien nazca en Italia, un conocido cotidiano preparó un vídeo de algunos minutos en el que una periodista se encontraba con algunos niños extranjeros entre los 5 y los 10 años de edad. Después de exprimir su ternura con primeros planos y preguntas acerca de los gustos, sueños y cotidianidad de cada uno de ellos, pasaba al ataque con la pregunta: sabéis que el Estado italiano todavía no os reconoce como ciudadanos italianos hasta los 18 años de edad? Seguían largas tomas de los rostros mudos de los pequeños que, una vez superado el agobio (o más bien el hecho de haber escuchado una palabra cuyo significado nadie puede conocer con esa edad), contestaban que se sentían italianos, aún no siéndolo. El fin de la operación se explicitaba definitivamente con el último titular: "El derecho a ser italianos". Un derecho que no existe, mientras se omitía que todos los verdaderos y fundamentales derechos de los niños italianos son los mismos de los extranjeros. Entonces? Cuál era el objetivo de esa pantomima? Sea cual sea la respuesta, la exhibición hiperglucémica de los pequeños rostros servía para hacer inoportuna la pregunta.

En el caso, ya tratado en este blog, de las vacunas pediátricas, la infancia enferma se encuentra ya a la raíz del tema, así que es más difícil no representar sus dolores para documentar una tesis. Sin embargo, aquí también se han alcanzado cumbres de antología, como cuando el ministro de la salud proclamó en televisión que en Londres en 2013 habían muerto 270 niños por las paperas. Y, con invariado fervor, un año después nos ponía al día sobre la masacre de los pequeños londinenses que también en 2014 hacía "más de 200 víctimas" infantiles provocadas por la misma enfermedad. Ante tanto luto nadie se atrevió a hacerle notar que en toda Inglaterra, en 2014, no hubo ningún fallecimiento relacionado con las paperas sobre un total de 130 casos, mientras que en el 2013 solo hubo uno sobre 1843 casos, pero no se trataba de un niño. Sumando las cifras, el ministro que hoy jura que devolverá la práctica de las vacunas al ámbito del rigor científico con la fuerza de la ley, había exagerado los datos del cuarenta y seis mil novecientos por cien. Pero cuidado: ese ejército inventado de cadáveres no era un ejército de cadáveres cualquiera: eran niños.

Ahora sabemos por qué.


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